lunes, 2 de diciembre de 2019

Colibrí

Inauguración de la Biblioteca "Verónica Bucci" - Actores Santa Fe, CTA. 23/ 11/ 19


Cuando estaba escribiendo La Ripley era el 2017, mitad del extravío macrista. Mi compañero, mi hijo y yo vivíamos con una tía que tuvo una enfermedad psiquiátrica. La tía hoy está muy bien y nosotros también, cada uno en su propio hogar. De esta circunstancia quiero contar dos cosas.

La primera: yo escribía todos los días a la siesta, después de hacer dormir a mi hijo, más o menos de 3 a 5. Para mí era un gran esfuerzo levantarme a las seis para llegar a la escuela a horario, dar clases toda la mañana, buscar a León en el jardín maternal, llegar, cocinar, entrever a la tía y sus vaivenes, acostar a mi hijo. Mi compañero trabajaba hasta la noche.
Estaba muy cansada y empezaba a leer desajustes en una convivencia a punto de estallar. Una semana antes de entregar el borrador de la novela, por aquella lectura de la realidad, y por otras, claudiqué. Yo era una autómata y seguía escribiendo, pero me senté una siesta a llorar en el living, con el balcón abierto del verano en la costanera, donde la ciudad es territorio aparte.
Por la zona del edificio siempre había abejas, y a esa hora, mientras el sol bajaba y no hacía tanto calor porque era primavera, y yo me estaba por levantar a trapear las abejas hacia afuera y cerrar el balcón, entró un colibrí azul, cabeza y cola verdes. Entró por el ventanal, gorjeó observando para uno y otro lado, me miró desde allí y se vino en un zumbido a plantarse delante de mi cara, mirándome y desparramando con la boca un sonido que para mí era un reto. Los ojos del colibrí eran grandes y oscuros, le ocupaban todas las sienes. Tenía el ceño un poco fruncido. Era brillante, pequeño, y sus ojos me despertaron. Me increpó varias veces, yendo y viniendo en baile horizontal corto, y después se fue.

La segunda cosa que quiero contar es que escribí dos veces teatro con la Vero y ninguna de las dos ocasiones pudimos montar la obra. De las reescrituras de ensayo de la segunda me había quedado Marlene, un personaje divertido y extraño, de muchas caras. Se ponía y se sacaba pelucas y cambiaba de personalidad. Un día releí las escenas sobrantes, muy narrativas y poco teatrales, y otro día estaba escribiendo el inicio de La Ripley. De Marlene conservé el nombre, inspirado en el cine negro yanqui, los claroscuros de la imagen, el juego con la identidad y el origen, y por mis decisiones territoriales de escritura, la ubiqué en el noroeste santafesino, cerca del Salado.

¿Qué tienen que ver un colibrí y Marlene con esta biblioteca? En parte ese personaje fue escrito gracias a la Vero. En parte ese colibrí fue la Vero. En parte yo escribo porque ella leyó mis textos. Me leyó. No se escribe sin lectores inmediatos, esos que te devuelven un texto nuevo. Ella hacía eso. Cada vez que he hablado de la Vero con otros, ella aparece como mater lectora. Hacía eso: nos leía. A muchos. ¿Y qué otra cosa desea uno más que ser leído? ¿Compartir esa lectura? ¿Leer con los amigos, con los amores, con los hijos? ¿Hacer obra? ¿Escribirla? ¿Poner en escena? ¿Reírse, viajar, estudiar? ¿Qué otra cosa desea uno más que ser leído?

De esa multiplicidad, de esa generosidad, de esa amiga en espejo multiplicado y de anotación al margen, preciosa, resguardada, púdica y desbordada de ojos, todos en algún momento, reclamamos nuestra Vero personal en todos los espacios posibles: una clase, una charla, una salida, un bar, una obra, una lectura, una madrugada, la oficina, un mate. Ella disfrutaba la lectura de los afectos. Por eso también era una docente indispensable, porque sabía algo que olvidamos muy a menudo: que enseñar es dedicarse a las reescrituras que el otro pueda hacer de sí. Es provocar inquietud, pregunta, extrañeza y ternura. Eso que ella hacía era algo difícil y precioso: afectaba. Nos mantenía despiertos y atentos.
¿Aprendimos a leer de este modo con la Vero? Que esta biblioteca se llame Verónica Bucci replica ese legado, es una forma de no claudicar, de poner en escena, de volver a mirar. Habrá que poblar este espacio, de libros y lectores. Hagámoslo.


martes, 24 de septiembre de 2019

La familia es una casa y la ciudad es un mapa

Sobre "La Rutina de las máquinas" de Diego Oddo
Contramar Editora, La Plata, 2019

Como lectora me gusta abandonarme a la ficción. Suspender mi horizonte de conocimiento me genera infancia lectora, sorpresa, aventura. Algunas obras logran eso por sí solas, y ésta es una. “La rutina” está escrita contra la gran depresión de las ciudades y la familia. Una pregunta en la que pensé mucho mientras leía los cuentos es ¿quién logra sobrevivir indemne a los efectos de las ciudades y de las familias? Y ante el mandato de razonabilidad de que hay que lograr sobrevivir a ellas, la otra pregunta es ¿cómo lo logramos?

Los relatos son directos, sin vueltas y de escritura limpia. En todos aparecen la réplica fallada y el fetiche, que les permite una densidad narrativa lúdica, una visión inesperada sobre las cosas. Diego escribe la tensión control-descontrol, ese input que si pasa a autput es visto como locura. La potencia de los cuentos de “La rutina” no está en el tema sino en la línea oracional que permite pasar de una realidad a otra en un breve golpe narrativo. El relato que más me gusta y que trabaja esto en varios niveles es “Tati”. Después de enterarnos, junto con el personaje, que Santiago tiene una hermana muerta llamada Tatiana, y que ha vivido bajo esa ausencia toda la infancia, Santiago se convierte en ella.

En esa escuela todo empezó a ser distinto. Insistieron tanto en que no peleara que opté por quedarme solo. Me acuerdo de estar caminando por los rincones del patio en donde nadie jugaba, mirando los partidos de fútbol o las carreras de los que jugaban a la tocada. Fue una mañana de esas que Tatiana me habló con claridad. Dijo que había estado esperando el momento, que si yo siempre iba a estar ocupado con otros amigos nunca iba a prestarle atención a ella; que siempre había estado dentro de mí y que yo no me había dado cuenta.

La familia es una casa, y las ciudades, un mapa. ¿Qué va a hacer uno? ¿Irse? Es una opción. Las ciudades y las familias muchas veces no son el lugar adecuado para quedarse o para cuidar. Diego escribe sobre los desamparos no visibles que crecen y se reproducen en esas estructuras. En el último cuento, “Cenizas”, el viaje en auto y el fuego que incendia la casa familiar son los elementos que le permiten a Luca aliviarse de los mandatos familiares, de la casa afectiva construida para hacerse cargo de otros. Los itinerarios de Luca por la ciudad son repetidos: satisfacer al padre y su empresa de ganar dinero, satisfacer a la hermana depresiva, a la mujer que odia a la hermana depresiva. La casa familiar que nunca se vende es quemada por Luca sobre el final del relato, pero antes de incendiarla, rescata una pelota para su hijo pequeño. Una mirada de afecto está puesta sobre los personajes: si van a perder el control de sus vidas ¿qué puede hacer un escritor sino indagar sobre ese ser que es suyo y que está ahí vivo, sin juzgarlo?


Feria del libro de Santa Fe

lunes, 16 de septiembre de 2019

Cáscaras/ Máscaras

PRESENTACIÓN “MANDARINAS” de Franco Rosso
Feria Libro Santa Fe 14-09-10 - EMR

La historia de Mandarinas transcurre en Fortín, en calles de tierra y asfalto de una ciudad chica del norte santafesino, entre 4 amigos (Amaparito, el narrador, Tu Sam y el Pula) que entrelazan sus vínculos callejeros y amorosos alrededor del árbol de mandarinas de la cuadra. Mientras aparece el dibujo de ese tejido cuyo centro siempre es el árbol, pasa la infancia, la adolescencia, y también la muerte.
Mandarinas es una tragedia amorosa: vida y caída de estos adolescentes, varones, dulces y ácidos, iluminados por el spot blanco y agreste de Amparito, la única que transgrede los cuerpos y los toca, la que les deja cartas o señales, y la que se va de Fortín. Se va, pero vuelve. Y funda una patria nueva con el subtexto del amor.
Hay una aparente fuerza reguladora de los personajes: todos caen a los pies del Pula, el héroe rústico. Pero lo que los mueve no es esta ley, sino la de la máscara/ cáscara: todos los personajes son lo que son hasta que largan su jugo.
La lengua de Mandarinas es la lengua con que se dice en las ciudades del interior. Es una lengua que va y viene en el tiempo y es la lengua de la convivencia de varias generaciones: se crece cerca de los abuelos, de la tiada y la primada, del vecinaje de toda calaña. Y con el relato de que la vida buena está lejos de la tierra de la crianza. Aunque se sepa que es otra ficción de los fundadores de la patria histórica, y de la patria literaria también.
El inicio es in media res y narra lo que sirve para contar: la muerte de un personaje menor y la vuelta de Amparito a Fortín. El epígrafe de inicio de la novela marca el ritmo de la lectura de Mandarinas: contar el tiempo que queda y el que se ha ido, dice Calamaro.
La música es central, como en una película. Es una novela que tiene banda de sonido, uno la escucha mientras va leyendo. Por un lado está el rumor de las cosas de fondo, los escenarios: las calles de tierra y asfalto que determinan clases sociales y vidas a seguir, los modos de alcanzar otras vidas (seguir allí o irse después de la secundaria). Por otro, las referencias que dan play a una música ambiente: el Pula se parece a Luis Miguel, Fredy a Freddie Mercury, Amparito usa flequillos “tipo Stone”; o suena The Police o “Clicks Modernos” de Charly o “cassettes gastados de Man Ray”.

Las máscaras son como las mandarinas, van cayendo de gajo en gajo hasta mostrar su centro. El narrador, el amigo de todos, debe aprender a no hacerse el muertito y a no temer. Otros serán los muertos. Es nodal que Amparito, entre todas las formas de comer mandarinas que se registran en la novela, sea la única que guarda las cáscaras en su bolsillo. Y las guarda para usarlas como un arma de ácido en los ojos de los varones.
Una mandarina puede ser el universo. Los fractales repiten una forma aparentemente irregular que, vista en zoom plano-secuencia, forma gajos unidos por un centro. Esa forma está presente en casi todas las cosas de la naturaleza. Replicadas, las ramas de los fractales parecen árboles. Un árbol de mandarinas irradia la vida de estos personajes; hay frutos amargos, otros que los hacen cagar, otros son dulces. Ninguno de los amigos deja de comer del árbol.
¿Cómo se dice el amor de la adolescencia, el primero, si no es de forma mestiza, sesgada, perturbada, trascendental? ¿Cómo recordamos el lugar de nuestro cuerpo cuando el cuerpo que nos enciende es de otro pero lo tenemos cerca pero es de otro y se aleja?
"(Amparito) guardaba las cáscaras en los bolsillos y cuando nos tenía cerca y estábamos desprevenidos apretaba un pedacito apuntándonos a los ojos para que el ácido que salía como un spray nos dejara ciegos por unos minutos. Mientras nos refregábamos los ojos puteando ella se cagaba de risa, nos pellizcaba el pito y salía corriendo. (...) Yo solamente los observaba, la observaba. No quería involucrarme de lleno en sus juegos, sobre todo cuando el Pula era parte. Amparito lo miraba con ternura, pero cuando desviaba la vista y me miraba a mí, sus ojos se transformaban y eran como dos ojos de gato de bicicleta y esa luz volvía a aparecer, ese destello que irradiaba y me decía algo en clave que yo desconocía. Tenía que hacer algo para que no me encegueciera (...)."

Hay en la adolescencia una superposición, un recurso que en poesía permite mostrar las relaciones significantes entre objetos aparentemente diversos. Ese rejunte, ese fractal adolescente como el que dice Kurt Cobain en su canción bautismal y furiosa, es la tragedia amorosa de Fortín. Esa tragedia huele a la fruta ácida de la juventud, como todo en Mandarinas. Es divertido perder y simular, dice Cobain. Hasta que cae la cáscara.



Archivo del Blog